La Huida


En algún lugar del alma se extienden los desiertos de la pérdida, del dolor fermentado; oscuros páramos agazapados tras los parajes de los días.

La mujer está sola, en una de esas chozas de madera y cañas que se alinean en la bahía, en el barrio de los pescadores. Nada le resulta familiar, sin embargo la gente la saluda al pasar a su lado como si la conocieran de toda la vida. No sabe cómo ha llegado hasta allí, si ha sido hace mucho tiempo o una semana escasa. Cuando su memoria retrocede para buscar los recuerdos apenas encuentra alguno anterior a una semana. Cada día, un pescador siempre distinto la visita en la choza y le lleva pescado. También cada día una mujer deja fruta y una jarra con leche sobre la mesa y le dice: buenos días ¿cómo estás hoy?  Ella asiente con un gesto, aunque las palabras saltan como burbujas en su mente, no logra articular alguna. Al menos tiene la certeza de que su lenguaje es el mismo que el de aquellas personas. A veces también alguna mujer viene a peinarla, siempre la misma, lo hace despacio, al atardecer, hasta que el sol desaparece como tragado por el mar. Los días pasan iguales, sabiendo del trascurso de las horas por la sombra que la choza proyecta en el suelo, como un reloj de sol.
Un día consigue recordar cómo era caminar, la emoción  la embarga al ponerse de pie, adentrándose en el paisaje que desde hace días ve tras la ventana como un lienzo pintado por la mano del hombre. Tras un rato de haberse incorporado, una ceguera lechosa le asalta de pronto pero después recupera de nuevo la visión y animada por la brisa camina por la arena, después le sobreviene el cansancio, sus piernas se hacen pesadas y torpes y tiene que detenerse. La luz la ciega, entonces esos pocos recuerdos  surgen poco a poco,  un rostro masculino, hermoso y a la vez inquietante que la mira. Ella viste un quimono rojo y él negro. El olor del sake acude a su memoria olfativa. La puesta de sol evoca el recuerdo de unas velas y el reflejo de ella misma en el espejo, jovencísima y blanca, adornada con las perlas nupciales. El hombre la desnuda y ella se entrega como una ofrenda al dolor de la primera noche, mas tarde al placer que vendría de la mano. Noche tras noche sin mirarlo de frente se ofrece a este hombre desconocido que su padre ha destinado para ella. Tras la luna de miel, el otro lado del lecho queda a menudo vacío.
Se ha puesto el sol por completo, un manto de estrellas titilan en el cielo, las mujeres de los pescadores han venido corriendo a buscarla.
-          ¿Dónde estabas? ¿Quién te ha traído hasta aquí?
-          Me han traído mis propios pies.
Unas y otras se miran asombradas, una sonrisa se dibuja en todos los rostros, incluido el de ella.
Una mañana se atreve a ir aún más lejos, aprovechando que las mujeres tejen las redes. Ellas la cuidan como a una niña, temen algo cuando se aleja. A estas horas el puerto es un remolino de gente que va y viene, los turistas que parten, agitan las manos en señal de despedida, los que llegan se agolpan en las paradas de taxis que van llegando de uno en uno. La mujer se sienta en una de las mesas de la cafetería, el día está luminoso y alegre, nunca se hubiera atrevido en otras circunstancias pero hoy lo ha hecho. El camarero se acerca, ella pide un té y un zumo señalando la carta de desayunos, también un pastel de kiwi.  El aroma del té la envuelve, saborea cada bocado, sus sentidos parecen resucitar, se siente partícipe de la vida.
Lo primero que ve de él es el humo del cigarrillo. Abstraída como está en el bullicio del barco de pasajeros, no mira al frente y es el humo que empaña la visión la que atrae su atención. Un hombre la mira, un extranjero. Su mirada no le resulta desconocida del todo, pero la intimida tanto que el primer impulso es el de alejarse. Esta sonriendo y eso la irrita, se sonroja, decide marcharse y se levanta buscando en su bolsillo unas monedas con que pagar el desayuno pero se da cuenta que no tiene nada, vuelve a sonrojarse. El camarero se acerca y ella no puede articular una palabra.
-          Señora, el caballero se ha tomado la libertad de pagar su desayuno.
Ella suspira aliviada, busca con la mirada al hombre pero  no ve a nadie. El camarero tampoco está, la mesa está completamente limpia. Se siente tan aturdida que camina sin rumbo, como si flotara. Se interna en el mercado, entre puestos de pescado y de fruta. La mirada del extranjero era amable, piensa, también un poco burlona, recordarla le hace sonreír. Por primera vez la mirada de un hombre la hace sonreír ¿Por primera vez? ¿Cómo puede tener esa certeza? Los recuerdos vienen a su memoria como piezas de un puzle que va encontrando casualmente.
Se detiene en uno de los puestos, la figura de una  mujer le ha resultado familiar, es joven, está de espaldas pero parece haberse percatado de que alguien la está mirando. La mujer vuelve el rostro y la mira indignada.
-          ¡Yunico!

Parece haberla reconocido y la llama por ese nombre que debe ser el suyo. Una espiral de recuerdos se agolpa de repente. Ella queda petrificada, el pánico la paraliza, también la emoción, debe correr, lo sabe, debe huir tan rápido como pueda, alejarse de inmediato.
-          ¡Yunico!
  La mujer la persigue y la llama por ese nombre. Sólo sabe que debe correr, muy rápido, hacia el barrio de los pescadores.
Ahora está de nuevo en la choza, no recuerda como ha llegado hasta allí, su último recuerdo es un desvanecimiento. Mira por la ventana, la figura de un hombre vestido de blanco camina por la arena de la playa. Como si supiera que alguien lo observa se vuelve y levanta la mano en señal de saludo. Es el extranjero, el que antes estaba sentado frente a ella en la cafetería. Se ha despertado temblando, todavía persisten los temblores. Siente que no puede controlar su cuerpo pero que pasará, está a salvo. Una mujer le hace beber pequeños sorbos de una tisana y la mira, acaricia su pelo. El llanto se precipita como un torrente, llora en silencio y susurra:
-          Yaeco, mi hermana, es mi hermana… - la mujer la mira y asiente. Las huellas del hombre se alejan hasta perderse en el mar.

-          Yaeco es mi hermana, cuando vivía en la casa de mi marido ella siempre estaba allí. Recordar su imagen me paraliza, es recordar algo que quiero olvidar. Es admitir una realidad que me ha sido ocultada y que yo misma he disfrazado con cada pequeña dosis de opio. El opio era mi amante, me dejaba envolver por sus cálidos abrazos cada noche pero mi ser se revelaba al día siguiente. Buscaba por toda la casa una prueba del adulterio de mi marido y no la hallaba, hasta que un día me di cuenta que la prueba la tenía delante de mí. La encontraba todos los días en los ojos acusadores y vengativos de mi hermana. Me odiaba porque mi padre me había dado en matrimonio al hombre que ella quería. Desde aquel mismo día no dejé de culparme por eso, volcando sobre mí su resentimiento, el egoísmo de un hombre sin escrúpulos que sólo procuraba su placer y los errores de un padre que nos había condenado a la desgracia. Perdí  el apetito. Las visitas de mi marido eran para mí un sacrificio obligado que sólo aumentaba mi dolor. A veces desee la muerte.


Ahora se abandona al llanto. El llanto es la rescata de la locura, el llanto desata nudos de  de dolor, la libera, el llanto cálido y salado como la espuma del mar. Los abrazos de la mujer la mecen y ahora sí puede mira por la ventana, donde los rayos del sol le sonríen traspasando las nubes blancas. Una sonrisa amable y burlona como la de aquel extranjero.

Texto: Carmen Hernández Montalbán
Dibujo: Elena Hernández Torres

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